¿Dirán lo mismo de nosotros las generaciones venideras?

Elena Ochoa

Amiga Patrona Internacional del Museo del Prado.
Psicóloga de formación, es editora de publicaciones artísticas, comisaria de exposiciones y mecenas y promotora de las artes. Su labor es distinguida con la Medalla de Oro del Instituto Reina Sofía de Nueva York, entre otros galardones.




 

Los incontables días en aislamiento me han regalado la experiencia de volver a observar pacientemente mi alrededor, de reflexionar sobre el pasado y el futuro, de evaluar aquello por lo que merece la pena vivir y, sobre todo, me han devuelto la capacidad de poder mirar al cielo a través de la ventana, sin prisas. Y de leer. Leer muchas horas y a destajo. He regresado así a William Blake, a Borges, a Isaiah Berlin, a Tony Judt, a Baudelaire, a T. S. Eliot y a otros tantos poetas e historiadores que dormían callados sin rechistar en mi biblioteca hasta este pasado marzo.


Nuestra generación ha disfrutado de la belleza y los tesoros del Museo del Prado gracias a la maravillosa y magnánima generosidad de nuestros antepasados. ¿Dirán lo mismo de nosotros las generaciones venideras? La supervivencia del Museo en el futuro muy próximo depende en estos momentos de sus patronos, los Amigos del Prado

Este reencuentro me ha proporcionado una inmensa quietud. Quietud y equilibrio. Pero las emociones son variables a lo largo del día, pues este proceso silencioso –y apocalíptico– en el que todavía nos encontramos ha sido profundamente doloroso y difícil.

La incertidumbre continua, intensificada por el fallecimiento de amigos muy queridos, de colegas admirados, ha generado miedo, desazón y una tristeza inefable con momentos de desolación e impotencia, a pesar de la inyección de esperanza y optimismo que ha sido y es un deber aplicarse en dosis masivas cada amanecer.

Lo más duro está siendo la ausencia de intercambios, de abrazos amorosos a los amigos, de besos en la mejilla, de sentir el bullicio efervescente de calles llenas de gente, de restaurantes y terrazas. Y es duro también vivir en esta total y absoluta privación de conciertos, de festivales de ópera que son tradicionales en la agenda de primavera, de estrenos de obras de teatro, de cines el domingo por la tarde, de recorrer aquí y allá librerías abiertas que ofrecen poesía, relatos e historias de ficción, de poder visitar exposiciones que revelan a maestros del presente y del pasado y también a la generación joven emergente. Cuesta una enormidad no poder seguir con los rituales habituales y no visitar una y otra vez obras de arte que amo y que me anclan a ciudades que visito y en las que vivo durante cortos o largos periodos.

Con una certeza falsa e ignorante estaba convencida de que estos rituales eran indestructibles y de que las obras que venero, que son parte de mí, estarían siempre a mi disposición. Pues no, no están a mi disposición. No puedo ir la Frick Collection y saludar a cualquier hora cuando estoy en Nueva York a Turner, a Rembrandt, a Corot, a Fragonard. Tampoco puedo hacer mi larga caminata a la Neue Galerie, al Metropolitan, al Guggenheim, a la Morgan Library, al MoMA o al New Museum. No puedo desayunar, cuando llego a primera hora a Londres, en la Royal Academy, o continuar después de un café caliente cruzando St James’s Park hasta las Serpentine Galleries y descubrir una y otra vez la exposición ahora cerrada de los innovadores Formafantasma, para regresar luego a mi oficina después de una parada obligada en la National Gallery. Tampoco puedo llamar a la puerta del Louvre, del Musée des Beaux-arts de la Ville de Paris o del Jeu de Paume al menos una vez al mes como ha sido mi costumbre. O acercarme al Museo del Prado nada más llegar a Madrid en abril, mayo, o quizá tampoco este junio, y pasearme por sus salas y sus pasillos inmensos, como si por un bulevar fuese, y salir al encuentro de Goya, de Velázquez, del Greco o del Bosco. Y luego caminar al Palacio de Cristal y sentir la luz suave que anuncia la primavera.

 

 

Pierre Gonnord, Christopher, 2018 © Fundación Amigos Museo del Prado

 

Los cientos, miles de espacios abiertos a nuestra disposición, siempre amables al recibirnos –museos, galerías, bibliotecas, teatros, cines, asociaciones e institutos artísticos–, están cerrados, tristes, silenciosos. No tengo duda de que nos seguirán esperando, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Será posible su supervivencia sin nuestra energía y nuestro desvelo, sin nuestra generosidad? ¿Cómo afectará esta situación desastrosa e implacable a estos espacios magnánimos, y, en concreto, a nuestro Museo del Prado? El descomunal descalabro económico en nuestro país debido a este virus maligno, la ausencia obligada de visitantes, la disminución de las acciones de patrocinio privado al Museo del Prado tendrán unas consecuencias negativas inimaginables si los que amamos esta institución única en el mundo no damos un paso adelante redoblando nuestro apoyo. Y es aquí donde es urgente y necesario regresar a la historia y analizar la manera como nuestros antepasados reaccionaron en periodos terribles y de gran depresión económica y social, similares a estos momentos de desolación que auguran largos meses –y, con gran probabilidad, años– de precariedad, pobreza y ausencia de los fondos necesarios para una supervivencia digna de las instituciones culturales. Nuestra generación ha disfrutado de la belleza y los tesoros del Museo del Prado gracias a la maravillosa y magnánima generosidad de nuestros antepasados. ¿Dirán lo mismo de nosotros las generaciones venideras? La supervivencia del Museo en el futuro muy próximo depende en estos momentos de sus patronos, los Amigos del Prado.

 


Nota: este texto fue escrito antes de la finalización del estado de alarma.

 
 



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