Imaginando el Museo

Antonio Muñoz Molina

Patrono de la Fundación y Amigo del Museo del Prado, es director de la Cátedra del Museo del Prado en 2019 y, desde la década de 1990, colabora como ponente en diferentes cursos de nuestra institución.
Licenciado en Geografía e Historia, su trayectoria de literato, ensayista y articulista le ha valido numerosos premios como el Príncipe de Asturias de las Letras.



Cuando se nos ha vedado el hábito de deambular por sus salas nos damos cuenta de en qué medida el Museo del Prado formaba parte de nuestra vida diaria, o casi diaria. El encierro favorece la disciplina de la imaginación. Entre las paredes de mi casa, en los días más rigurosos del confinamiento, me he esforzado en visualizar no solo alguno de mis recorridos por sus salas, sino también el trayecto que me ha llevado tantas veces hacia él.


Sentimos la responsabilidad cívica de ayudar a sostener al Museo del Prado, cada uno en la medida de sus posibilidades, cada uno sabiendo el lugar que el Museo no ha dejado de ocupar en su vida ni siquiera en este tiempo extraño en el que solo hemos podido recorrerlo con nuestra imaginación

Puedo cerrar los ojos y verme entrando en el Retiro, por la esquina de Menéndez Pelayo, y atravesar en diagonal el parque para salir justo frente al Casón, y bajar por la calle Academia y luego por la escalinata en la ladera hasta llegar a la entrada de los Jerónimos, donde, como en algunos sueños, todo es familiar y al mismo tiempo muy extraño, porque estoy en ese lugar que conozco tan bien, pero no hay nadie en él, no hay visitantes, no hay turistas, no está ese hombre que toca “Romance anónimo” o “Asturias” y mantiene abierta la funda de la guitarra para recibir las monedas. Alguna vez he disfrutado del privilegio de pasear por alguna sala antes de que hayan empezado a entrar los visitantes. Ahora, en este paseo meticuloso pero inventado, veo las perspectivas de las galerías, las salas sucesivas que desembocan las unas en las otras, y como no hay nadie en ellas las figuras de los cuadros cobran una presencia mucho más poderosa. Cómo es una habitación en la que no hay nadie. Cómo suena una rama caída en un bosque si nadie la ha oído caer. De qué manera misteriosa persiste el Museo cuando no podemos visitarlo.
 

El fotógrafo Fernando Maqueira ha dedicado un libro entero a retratar interiores de museos durante la noche, con lentes de extrema sensibilidad que captan la escasa luz disponible y revelan la presencia fantasmal de una escultura de bronce, de una figura pintada. José Manuel Ballester ha creado imágenes alucinantes de los interiores y los fondos de cuadros del Museo despojados de sus personajes. En el Cuarto bajo del Príncipe no está Velázquez pintando, no están ni la infanta Margarita ni sus camareras ni sus bufones y enanos. El aposentador José Nieto no está en el umbral iluminado del fondo. En el espejo no se refleja ninguna presencia.
 

 

José Manuel Ballester, Sala principal, 2018 © Fundación Amigos Museo del Prado

 

Ese era el museo que yo imaginaba, con imperiosa añoranza. Pero no echaba solo de menos los cuadros y las figuras humanas que nos miran desde ellos. También, de una manera más urgente, añoraba las otras presencias más reales todavía, las de toda esa gente que habita también el Museo y lo hace posible y lo sostiene y lo defiende: los restauradores –las restauradoras debería decir, ya que son mayoría–, los científicos de bata blanca que trabajan en los laboratorios y examinan pigmentos y materiales con la agudeza de sus microscopios, los vigilantes que mantienen el orden con discreción y eficacia y logran que se apague un rumor de voces que estaba creciendo en exceso, y que las cámaras y los clics de los selfies no hagan imposible el mínimo sosiego necesario para la contemplación. En un tiempo en el que ya estamos sufriendo tantos embates económicos, en el que tanta gente ha perdido y va a perder su trabajo, el Museo no es solo un lugar de la contemplación, sino también una fuente de prosperidad más valiosa e irremplazable que nunca: el Museo es el polo magnético en el que se concentra el arte y el amor por el arte, el conocimiento y el estudio que lo hacen perdurar en el tiempo y la gran fraternidad de los que trabajan en él, los que lo visitan, los que lo recuerdan, los que sienten –sentimos– la responsabilidad cívica de ayudar a sostenerlo, cada uno en la medida de sus posibilidades, cada uno sabiendo el lugar que el Museo no ha dejado de ocupar en su vida ni siquiera en este tiempo extraño en el que solo hemos podido recorrerlo con nuestra imaginación.