La Verdad, el Tiempo y la Historia

Agustín Sánchez Vidal

Amigo del Museo del Prado, colabora desde hace más de dos décadas como ponente en diferentes cursos de la Fundación.
Catedrático emérito de Historia del Cine, especialista en diversos artistas de la Generación del 27, es además ensayista, guionista y novelista.




 

Fernand Braudel nos previno sobre los dos ritmos y alcances de la historia: por un lado, la actualidad, ese oleaje que agita la superficie y no tarda en diluirse; por otro, el flujo de fondo que determina corrientes, mareas e inercias abisales. Frente a la fugacidad, el tiempo que permanece.


El éxito de la Fundación Amigos se basa en el nivel de excelencia de las actividades programadas, pero también en la autoexigencia de los miles de personas que la integramos, conscientes de que no solo contribuimos a salvaguardar semejante patrimonio, sino también a actualizarlo y enriquecerlo

A su manera, Goya había hilado aún más fino en las tres aproximaciones –dibujo, boceto y óleo definitivo– que cabría englobar bajo el título de La Verdad, el Tiempo y la Historia. En ellas el Tiempo sale al rescate de la Verdad, poniendo a la Historia como testigo y preservando las luces contra las tinieblas.

Son los privilegios del arte, asentado en un acervo de milenios, capaz de dar testimonio de su época, pero también de sobreponerse a ella para orientar el presente e inventar el futuro. Sin esa decantación, en los momentos de zozobra naufragaríamos entre los nuevos Escilas y Caribdis: el retroceso hasta un pasado tenido por inamovible y la huida hacia adelante dictada por el temor o la improvisación.

Solo ofrecen garantías los proyectos a largo plazo, cimentados en los valores que nos conciernen como humanos y dotan a las sociedades de un designio moral. Lo inmediato y pragmático secuestra a menudo la realidad, y las comunidades que se limitan a lo meramente utilitario están condenadas a desaparecer.

 

 

Chema Madoz, Sin título, 2018 © Fundación Amigos Museo del Prado

 

Cuesta imaginar el aplanamiento de perspectivas que padeceríamos sin un museo como el del Prado, que muestra y contextualiza el itinerario a través del cual hemos llegado hasta aquí, unas veces traducido en romería o carnaval, otras en tragedia y vía crucis, o en apoteosis, pompa y circunstancia. Ahí estamos con nuestros logros, perplejidades y congojas.

Tan formidable aparejo, que continúa desafiándonos e interpelándonos, supone mucho patrimonio, pero también no poca faena pendiente, que nos implica si queremos sustanciarlo en algo vivo. Únicamente trabajando en una frontera móvil, no cerrada, deja el arte de ser un corsé para liberarse de lo puramente circunstancial y seguir siendo nuestro contemporáneo. De lo contrario, terminaría pareciéndonos algo ajeno, remoto. Ese álbum de familia está lleno de sobreentendidos, pero en realidad todas las imágenes tienen etimologías, dialectos y jergas. Y del mismo modo que deben ser restauradas, han de ser releídas. Sin ello se ven abocadas a la ceguera simbólica, ceden en su función social, dejan de engranar con el imaginario colectivo, caducan y mueren.

Quienes estamos comprometidos desde hace muchos años con su Fundación de Amigos nos sentimos miembros de algo así como un multitudinario club de lectura que trata de ponerse a la altura de ese legado. Su éxito se basa en el nivel de excelencia de las actividades programadas, pero también en la autoexigencia de los miles de personas que la integramos, conscientes de que no solo contribuimos a salvaguardar semejante patrimonio, sino también a actualizarlo y enriquecerlo. Lo hacemos en la convicción de que el Museo del Prado no acaba dentro de sus paredes, y que aún no se ha dicho todo, ni se ha dicho para todos.

 
 



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