La libertad del arte

Fernando Savater

Catedrático de Filosofía, comprometido activista y autor de libros y artículos, su trayectoria ha sido reconocida con galardones como el Premio Nacional de Ensayo.
Imparte diferentes conferencias en los cursos de la Fundación.



En recuerdo de Juanjo Luna
 

Siempre, a lo largo de la historia, me atrevería a decir que desde Platón, algunos pensadores y sus epígonos han tenido una mirada ceñuda hacia el arte. No niegan la belleza que procura a quienes lo disfrutan pero la utilizan como prueba de cargo en su contra.


Durante esta cuarentena impuesta por el deseo de disminuir los contagios de la pandemia que nos cerca, algunos –confío en que seamos la mayoría– no hemos renunciado a refugiarnos ocasionalmente en las obras de arte

A ver, para empezar, ¿qué derecho tiene la belleza para ser tan grata, tan apetecible? ¿No es la belleza demasiado bonita? ¿No ofende su encanto la agresiva fealdad y miseria del mundo? Esa atracción del arte, que en los blandos temperamentos estéticos es casi irresistible, ¿no encierra una trampa para aprisionar y desactivar almas incautas? O, casi peor, ¿no oculta una trampilla, es decir, un disimulado boquete por el que huir del necesario compromiso con este mundo? Ante esta acusación siempre recuerdo lo que respondía Tolkien a los muchos que, cuando su obra alcanzó la sospechosa bendición de la popularidad, le reprochaban su “escapismo”. Señalaba el autor de El señor de los anillos que no es lo mismo escaparse de una trinchera en la que tenemos el deber de resistir junto a nuestros camaradas que huir de una cárcel en la que estamos injustamente prisioneros. Volviendo al arte en general, la belleza no es forzosamente una trampa que captura y bloquea nuestra voluntad, sino más bien –más frecuentemente– lo que nos rescata de una condena que no hemos merecido y contra la que nos sentimos legítimamente rebeldes.

 

 

 

Isabel Muñoz, La Ascensión, 2018 © Fundación Amigos Museo del Prado

 

Durante esta cuarentena impuesta por el deseo de disminuir los contagios de la pandemia que nos cerca, algunos –confío en que seamos la mayoría– no hemos renunciado a refugiarnos ocasionalmente en las obras de arte. Aunque no pudiésemos salir a buscarlas donde realmente se exhiben, internet ofrece la posibilidad de encontrarlas de nuevo y revisarlas con todo detalle paseando virtualmente por los mejores museos del mundo. Entre ellos, no hace falta destacarlo, el Prado. Cuando leí la noticia de la muerte del profesor Juan José Luna, tan vinculado a esta gran pinacoteca española y a mi vida (estudiamos juntos los primeros cursos de Filosofía y Letras en la Complutense de Madrid y fuimos inseparables), me pasé horas recorriendo en mi ordenador las piezas principales de esa excepcional colección. Me parecía oírle explicándome los detalles de cada cuadro, la mejor manera de mirarlo y disfrutarlo, su arraigo histórico y hasta los chismes y cotilleos que rodean a muchas de esas obras, que están vivas y por tanto, como el resto de lo viviente, no son ajenas a la calderilla de la curiosidad humana. Esa noche soñé con uno de mis cuadros favoritos, cuya reproducción he tenido durante mucho tiempo en la cabecera de mi cama: El paso de la laguna Estigia, de Joachim Patinir. Es una imagen serena pero donde late un significado terrible que la hermosura adormece. Con el agobio significativo del sueño lo sentí todo: la travesía incierta de los muertos, la amenaza letal de la plaga sobre nuestras vidas, la presencia del amigo perdido con quien desaparece otra parte de mi juventud... En esa barca soñé que huía hacia lo aún más desconocido.

 
 



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