Derecho a sentir de cerca

Ramón Andrés

Amigo del Museo, imparte numerosas conferencias de la Fundación.
Ensayista, poeta y estudioso de la música, autor de escritos musicales y literarios, es distinguido con premios como el Príncipe de Viana de la Cultura.



No es cosa de ahora; desde hace unos decenios, por lo menos tres, se alienta una opinión contraria al humanismo, cada vez más extendida. Se le mira de reojo. Aquel hombre último de Fukuyama inspirado en Hegel desconoce hoy cuál es su realidad. Abocado a un individualismo dócil con el sistema, pero violento con el prójimo, cree que no hay tiempo que perder: es más sustancial el índice bursátil que cualquier otra consideración; más perentoria la última aplicación de teléfono móvil que tener un tiempo de sosiego; más crucial la virtualidad que detenerse ante un Zurbarán. Ir al lugar del significado, si ello es posible, causa pereza.

 

El bisbiseo desolado del Descendimiento de Van der Weyden, la leve fricción en la rueca de Las hilanderas de Velázquez o la ventisca en La nevada de Goya se oyen mejor a unos pocos pasos


El humanismo, que despertó en el siglo XV la mirada solitaria, en nuestros días se ha reducido a una subjetividad extrema y a un fervor por lo personal, por lo que es de uno. Aquel proyecto nacido con la voluntad de entender el mundo ha sido maleado por una política que ha descubierto en cada uno de nosotros un consumidor de fácil soborno. La presteza con la que se ha propagado este fenómeno egótico se enfrenta a la minuciosidad y al cuidado que requieren el conocimiento y el saber, que son fruto de la lentitud. Así, a mediados del siglo XX, con su afán desatado por la comodidad y lo fácil, el humanismo empezó a entenderse como una rémora más de la historia a cuenta de la gran certeza, que viene dada por la neorrealidad digital y por ese mundo virtual desde el que, a veces, se menosprecia lo que ocurre de real entre nosotros.
 

 

 

Alberto García-Alix, Sin título, 2018 © Fundación Amigos Museo del Prado

 

Lo extraño de este rechazo hacia las humanidades es que se formula en términos de incompatibilidad con la era de la técnica. Sin embargo, el buen uso de la téchne y la inteligencia depositada en los avances informáticos no tienen por qué ser refractarios al espíritu humanista. Y si sucede así, se debe a que la técnica se ha vuelto ideología. Si fuéramos capaces de enlazar sensibilidades y conocimientos de distintos campos, incluso opuestos, el mundo sería otra cosa, no ideal, es cierto, pero acaso menos bochornoso.

Los puentes que las redes han tendido en los días de aislamiento a causa del coronavirus han sido primordiales también en términos de cultura, pero no hay razón para que suplanten el hecho de abrir un libro de Ajmátova o de Chéjov; el escuchar a Monteverdi o a Feldman en un auditorio; el adentrarse en un museo y oír, en nuestro interior, lo que nos dice la pintura de irrefutable, lo que muestra: el esfuerzo humano al desnudo, la profunda conciencia que determina un color o una forma, la exigencia, la capacidad de silencio en la mano de un artista, la revelación de un detalle que, de pronto, explica mejor lo que somos. El bisbiseo desolado del Descendimiento de Van der Weyden, la leve fricción en la rueca de Las hilanderas de Velázquez o la ventisca en La nevada de Goya se oyen mejor a unos pocos pasos. No es nostalgia, sino derecho a sentir de cerca.






 

 


Anteriores artículos de Todo lo que nos une al Prado